Cobertura especial de Chilerock a Los Prisioneros

Prisioneros del rock & roll
COMENTARIO
Por Arturo Figueroa B.

Y sucedió. Lo que siempre pareció imposible, se hizo realidad el pasado viernes 31 de noviembre a partir de las 9 de la noche. Los Prisioneros (¿alguna vez hubo, realmente, alguien más que Narea, Tapia o González?) pisaron el monumental escenario enclavado en el sector de la tribuna presidencial del Estadio Nacional y tocaron una treintena de canciones por algo más de dos horas y media.

Digan lo que digan, la verdad es que no fue para tanto.

El viejo adagio dice que la realidad pocas veces supera a la ficción, y parece ser que la imagen que, en sueños, tenía una parte importante de las 70 mil personas que pagaron su entrada para ver la primera de dos presentaciones del trío de oro, generó más expectativas de las recomendables. Y esto, pese a hechos estadísticamente comprobables que hablan de que la convocatoria de estos shows ha constituido todo un récor para los espectáculos en vivo en el país. Claro, Los Prisioneros son, sin dudas, el grupo musical más importante de la historia de nuestra música y también el más popular. Ahora, ¿son el mejor?

Lamentable es no haberlos podido ver en su momento histórico; entre 1984 y 1988. Las crónicas hablan de conciertos incendiarios, con un Jorge González exultante de furia adolescente y un sarcasmo que buscaba desconcertar e incomodar al público que pagaba por verlos; un Claudio Narea que, antes de “Sexo”, arrojaba recortes de revistas pornográficas a la audiencia como una forma de burlarse de sus mentes de alcantarilla; y un Miguel Tapia afanado en tocar mejor que Stewart Copeland (The Police) y con un pulso constante como intenso.

Muchas canciones, esa última noche de noviembre del 2001, funcionaron sólo como una vieja postal de un momento en que los muchachos de San Miguel poseían una llama, una energía incontenible que ebullía por cada acorde tocado. Como una vieja postal de un momento que ya no existe. Da lo mismo que canciones como “Brigada de negro”, “El baile de los que sobran” o “La cultura de la basura” fueran ejecutadas de forma correctísima, que el sonido hubiera sido seguramente el mejor con el que jamás tocaron, que la producción general del evento tuviera un corte internacional, que los muchachos cantaran más afinados de lo esperable, incluso que la mayoría de la gente coreara con fervor una y cada una de las frases escritas por González.

Porque Los Prisioneros, hoy, no son un grupo.

Espero no estar anticipando un hecho real, pero el peligro existe. Si Los Prisioneros continúan presentando shows como el que pude presenciar en el Estadio Nacional, y concretan las intenciones de su manager de sacarlos al mundo, más temprano que tarde se convertirán en sendas piezas de museo vivientes. Ya me los imagino como “embajadores culturales” en una gira por países europeos, tocando para los ilustres señores embajadores o para la comunidad chilena residente en Suecia. Y, definitivamente, sería una pésima forma de prolongar su legado como la fundamental banda que FUERON.

Si quieren continuar siendo grandes, tendrán que renovar su repertorio, hallar un nuevo espíritu creativo que los impulse a armarse de canciones que hablen del tiempo que hoy les toca vivir, como hombres de más de 35 años y con una serie de experiencias que han transformado sus vidas en otra cosa. Digo, no pueden estar cantándole aún a Rodrigo Beltrán (citado en “Quién mató a Marilyn”), un ex amigo de barrio al que dejaron de ver hace casi dos décadas.

Y digo esto porque es una obligación. Porque Los Prisioneros son un grupo demasiado importante para el rock nacional, para el país todo, para mi generación, para la industria, para el pueblo. Y no sería muy hermoso verlos envejecer, artísticamente, de mala manera. Ellos son inteligentes; habrá que confiar en que sabrán caminar (o dejar de hacerlo) por el sendero correcto.

 

EL SHOW, PASO A PASO.

La voz de los 80. Con puntualidad inglesa, a las 21.00 en punto, el trío sanmiguelino aparece en escena. No dirigen palabra alguna al público, toman sus instrumentos y empieza a sonar “La voz de los 80”. Más lenta, pero más pulcra. El paso de los años se nota. Y la tensión del momento también. ¿Ya no son los rítmicos de antes? La gente mira, absorta y maravillada ante este cuadro otrora imposible.

Brigada de negro. Aunque también suena más lenta, el resultado es bastante logrado. Las guitarras de Claudio Narea y los arreglos vocales. Afiatados, pero tensos. ¿Cómo lucen? Cada uno por su lado, apenas se miran. Narea es el más “elegante”, con una camisa roja adentro del pantalón. Jorge González luce una polera simple, mientras que Miguel Tapia… unas trenzas hippies y una especie de túnica. Quizás qué pasará por la mente del baterista cuando escoge qué ponerse.

Por qué los ricos. “Hola. ¿Nos echaron de menos?”, interroga un parco Jorge González. Es la primera frase que entrega el grupo a la gente e introduce a “¿Por qué los ricos?”. El sonido no es el mejor, al menos desde el sector destinado a prensa e invitados especiales. La mezcla, particularmente de las voces, está sobrecargada a las frecuencias medias y molesta un poco. La guitarra se pierde.

Jugar a la guerra. González presenta esta canción explicando la vez que vio, a través de la prensa, reunidos a los empresarios más poderosos de Chile (“Angelini, Cardoen”) vestidos de militares de combate para un rito anual que comparten con las Fuerzas Armadas. Comienzan a tocar y equivocan la entrada. Por primera vez, se miran y esbozan una sonrisa cómplice. El ritmo (tambores) y la guitarra a la Bo Didley son sumamente seductores. Un acierto.

¿Quién mató a Marilyn? Más lenta, también. Parece que “La voz de los 80”, el disco, estuviera siendo reproducido en un equipo con un defecto en las revoluciones de su motor. Los tres comienzan a moverse un poco más, como si hubieran encontrado la forma de desclavarse del piso. Y empiezan a mirar a la gente, a buscar rostros. Y los encuentran, intercambiando miradas.

Paramar. Más lenta, también. Miles de encendedores iluminan la noche con la calidez de su luz frágil y sobrecogedora. La fea nariz aguileña de González resalta en la proyección que muestran las dos pantallas gigantes que se encuentran a los costados del monumental pero sobrio escenario. Su perfil es muy parecido al de Víctor Jara. A él le gustaría saberlo.

No necesitamos banderas. “Igual llegó gente”, ironiza González. Comienza a sentirse en confianza. Atacan con una versión que no es mejor que la que se escucha en el disco “El casete pirata”. Se echan de menos los efectos atmosféricos en la guitarra de Narea, así como el “speach ragga” del cantante. El guitarrista toma el micrófono por primera vez (espera que González deje de hablar) para dirigirse al público. O al menos intentarlo. “Aló, aló. ¿Se escucha? ¿Se escucha éste (micrófono)? ¿Se escucha el del Miguel?” La gente no entendió si se trataba de un chiste, una ironía o un simple chequeo.

Mentalidad televisiva. “Yo no portaba armas de ninguna especie. No daba vuelta autos ni chocaba motos”. Así dice una frase del siguiente tema interpretado, pero González cambió el final de ella por “chocaba aviones”. ¿Una alusión al atentado a las Torres Gemelas, en EE.UU.?

Por qué no se van. Suena más lenta, también. Aquí la voz de González comienza a mostrar sus conocidas deficiencias, así como su desgaste. Definitivamente, no está para ser un crooner, sino lo que es: un rockero curtido en el punk. Son las 21.45 y hacen un primer quiebre en el show, que finalmente estaría subdividido en tres secciones. Una inicial más rockera, con una mayoría de temas de su primer álbum. Una final, del mismo tenor pero con canciones de todas las épocas. Y, por lo que en este momento se aprecia, una más tecno. Al estilo del disco “Pateando piedras” y también “Corazones”.

Muevan las industrias. Con un despliegue muy profesional, roadies y técnicos proceden a sacar la batería acústica e ingresar una electrónica, así como llevarse las guitarras y bajos para dejar espacio a sendos sintetizadores. Esto impresiona a todos. Muy acertada forma de dar dinamismo y variedad tímbrica al show. González modifica los parámetros de su sintetizador análogo y crea una poderosa atmósfera junto a sus compañeros, que introduce a “Muevan las industrias”. Suena más Depeche Mode que nunca. La versión está muy lograda y, sin dudas, es muy de su época.

Por favor. Una versión sobria y ajustada, que sigue la saga tecno pop del segundo disco de Los Prisioneros.

Tren al sur. Más lenta. Despierta el fervor del coro del Estadio Nacional. Narea no sabe muy bien qué hacer en este tema. Hay momentos en que derechamente no hace nada con la acústica que cuelga de su cuello. Hay que recordar que este tema procede de “Corazones”, único disco de la banda sin el guitarrista. González usa su ironía para cambiar ligeramente la letra y en vez de cantar “con flores y mil animales que me dicen bienvenido al sur”, dice “mil alemanes”, haciendo alusión a la numerosa colonia residente en las regiones sureñas de Chile.

Estrechez de corazón. La versión es un poco pobre, pese a que está muy ajustada a la original. Un momento para reflexionar sobre un hecho acontecido después del tercer tema del show. “Guardar cámaras” fue la orden que emanó de la producción del recital para los pocos reporteros gráficos de los medios acreditados. Y debe cumplirse. Curioso es que, justo momentos antes que este personaje apareciera, había profesionales de la prensa sacando muchas fotos, pero no precisamente para sus diarios y revistas, sino que para sí mismos. Dada la posición privilegiada, algunos querían retratarse con el telón de fondo de estos ya no tan chiquillos músicos. Momento en que da un poco de rabia recordar que la organización de este evento, Los Prisioneros Limitada, haya negado a medios de Internet como Chilerock.cl la credencial para sacar fotos.

Que no destrocen tu vida. Una gran canción en una interpretación correcta, que sólo logra entusiasmar a los que conocen bien el tema y su letra. Obviamente, son menos que los que cantan el que sigue.

El baile de los que sobran. Vuelven a asomar las pequeñas estrellas de luz por millares en el Estadio Nacional. Es el himno más grande del grupo y se nota en la gente. La versión es pulcra, pero tal vez no tan emotiva como pudiera haberse esperado. González partió el tema tocando un teclado pequeño y al final del tema, lo lanzó al público. Son las 10.25 y se cierra el telón tecno pop.

Quieren dinero. La vuelta al formato de trío rockero viene con este tema. “Lo dedicamos a nosotros mismos”, dice González, aludiendo a toda la polémica por este retorno y sus evidentes motivaciones económicas. La versión es muy vaquera, es una cabalgata por el oeste estadounidense de la mano de Morricone.

Usted y su ambición. Ya se ven absolutamente relajados, comienzan a disfrutar con el tema anterior y éste, de “La cultura de la basura”. Aprovechan de bromear sobre sus aparentemente ya solucionadas rencillas. “Bueno, limamos nuestras asperezas. Miguel me devolvió la plata que me debía, así yo le pude pagar al Claudio. Y Claudio saldó sus deudas con Carlos (Fonseca)”, relata González. La gente comienza a pedir con fuerza “el abrazo”, esperando un gesto público de reconciliación por parte de González y Narea. “El abrazo de Maipú”, contesta el vocalista y agrega: “se están tomando mucha confianza”.

La cultura de la basura. Una muy sólida versión. Ajustadísimo el bajo, protagonista la guitarra eléctrica. Son The Clash. González vuelve a cambiar una frase del tema, ante la cercanía de las elecciones parlamentarias en el país, e ironiza: “Votamos por los jefes de nuestra fábrica / Nos carga Julio Iglesias y Lavín”.

Lo estamos pasando muy bien. El tema, compuesto por Claudio Narea, sirve de telón para la más larga intervención de la banda durante todo el concierto. Al terminar de tocarlo, González hace referencia a lo mal que lo pasaron muchos chilenos en el Estadio Nacional, detenidos, asesinados, torturados, en 1973. “Y Lavín no se preocupó en ese momento por los problemas reales de la gente, que eran ésos…Hay que desnudar a los traidores… Yo sé que mucha gente, muchos de ustedes compraron la huevada de Lavín, del cambio, pero es una mentira. No voten por ese culiado”, sentencia. A lo que Narea añade: “el cambio es una farsa: no existe el cambio”.

We are southamerican rockers. No se atrevieron con las armonías vocales del final. El tema, que alude a la precariedad del rock latinoamericano, tuvo también su pequeño cambio de letra. Ahora, en vez de decir que “éste es un negocio, pero un pésimo negocio”, cantan a “un espléndido negocio”.

Corazones rojos. Una de las canciones más coreadas por el público. En las estrofas, tuvo como novedad la predominancia de la guitarra de Narea.

Sexo. Algo más lenta que la original, con una parte intermedia más extensa. Desata la euforia en el Estadio Nacional. González debe cantar más bajo en algunas partes. Son las 23.07 y abandonan el escenario.

Maldito sudaca. El trío en pleno uso de sus facultades. Al final, González se refiere al uso del condón. “El sexo es nuestro camino a la inmortalidad”, dice antes de explicitar su apoyo a una campaña de prevención a propósito del Día Internacional del Sida. La gente vuelve a insistir con el abrazo.

Mal de Parkinson. La banda se atreve a darse el gusto de tocar una canción que no está incluida en ninguno de sus álbumes históricos, sino que en “Ni por la razón ni por la fuerza”, la antología con piratas, lados B e inéditos que publicaron. Un rockabilly que es muy gozado por ellos, pero que en realidad no es uno de los aciertos compositivos de González y compañía. No había necesidad.

Latinoamérica es un pueblo al sur de Estados Unidos. “Somos un pueblito tan simpático, que todos nos ayudan si se trata de un gobierno derrocar”, canta González, modificando levemente la intención de la letra original. Más tarde, improvisando casi al final de la lograda versión, apuntaría sus dardos hacia los norteamericanos. “Son los terroristas principales… Mataron a Allende… Chile no puede estar del lado de Estados Unidos en Afganistán”.

Nunca quedas mal con nadie. Una pulcra ejecución, que no tuvo grandes diferencias con la original. A las 23.30 desaparecen nuevamente de escena.

Generación de mierda. Se agradece que la incluyeran en el show, siendo un excelente tema que quedó marginado de “La voz de los 80” quien sabe por qué (debieron olvidarse de “Eve Evelyn”) Sin embargo, la versión estuvo desprovista de la encantadora carga agresiva del registro antiguo.

Pa pa pa. Pareció una improvisación, la verdad. Quizás el punto más débil del show: una tímida versión desenchufada a pulso de pandero, guitarra acústica y la voz de González. Tuvo el mérito de juntarlos en un mismo micrófono a los tres. Como para la foto. Al terminar, González grita: “reconciliación, ni cagando”, a lo que Narea le recuerda, “oye, pero si nosotros nos reconciliamos”.

De Rusia con amor. Interpretan una versión de este tema, extraído de la serie de películas de James Bond y que solían tocar en sus recitales tempranos. Un ejercicio nostálgico innecesario y fuera de contexto, pese a que Narea es maestro en la guitarra tipo The Shadows. “Nos vemos en 10 años más”, dice González a modo de despedida. Cuando desaparecen de escena y se encienden las luces del Estadio, una voz en off hace una invitación a las 70 mil personas congregadas: “Hay poleras de Los Prisioneros a la salida, poleras que serán moda esta Navidad. Que tengan una muy feliz Navidad”.

Arturo Figueroa B.

 

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